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martes, 6 de noviembre de 2012

CRONOS CONTRA LOS RELOJES por Montserrat Álvarez


Quizá el único instrumento que nunca conseguirá medir el tiempo sea el reloj. Consideramos que el reloj es objetivo en su medida del tiempo, o que lo que el reloj mide es el tiempo “objetivo”, debido a la unanimidad de los relojes, que miden todos sin excepción un solo y mismo ritmo, pero la verdad es que ningún reloj puede medir otra cosa que el tiempo que él mismo crea al funcionar, como efecto secundario del ritmo de sus propios mecanismos, precisamente los mismos mecanismos que utiliza para medir el tiempo que con ellos produce.


El reloj genera, en suma, eso mismo cuya existencia creemos, sin embargo, que confirma e incluso que demuestra, de manera que el tiempo, tal como lo entendemos usualmente, tal como nos dirige o tal como nos gobierna, es el peculiar tipo de espejismo que emana del reloj. En una obra literaria (buena, claro), por ejemplo, podemos observar el tiempo real, el tiempo de la vida como parte de la constitución de cada personaje, y contrastarlo con el tiempo del reloj, porque no solo no es homogéneo sino que es lo que diferencia entre sí a los personajes, lo que separa, desde sus diferentes estructuras cronológicas, sus respectivas maneras de “estar” en el relato y los respectivos timbres de sus voces y de sus pensamientos. Un niño, por ejemplo, puede expresar de manera sutil en el relato, a través de sus gestos y actitudes, acciones y palabras, el metro naturalmente pausado de cierta actitud contemplativa, una no forzada regularidad o un tipo muy peculiar como de despreocupada armonía, que son las de la infancia. En el otro extremo, el final o el destino de un personaje trágico, de un personaje condenado desde el comienzo, aunque esto aún no se sepa de modo explícito, podrá ser obsesivo y cargado de urgencia y expresar esas cualidades, por ejemplo, en un discurso interior o exterior lleno de cadencias recurrentes, falto de treguas pero tal vez inquietante y como deliberadamente cargado de paciencia, duro, obstinado y fijo, cual el del que recorre, lo sepa o no, el último tramo de la gran carrera, un ritmo que dé cuenta de un incesante debatirse o de la angustia de unos temores sin objeto y mudos o de unos cuestionamientos incesantes y en apariencia gratuitos, de alguna clase, en fin, de terquedad lúgubre. La melodía triste de otro personaje, para seguir ilustrando esta materia, de uno, pongo por caso, que se presienta que puede perder o que está perdiendo la dignidad o el control o la cordura, puede, en su voz, en su mirada, en las situaciones en las que participa y en el tinte de su presencia en ellas, sonar como un fondo barroco y una línea continua sobre dicho fondo que expresen ese proceso de disolución y de caída, de entropía, y el horror de una lucidez terca pese a todo. La soledad tiene un tiempo, la inacción también, también la compañía, también la dicha, la pena, la furia, el peligro y la guerra y la paz tienen un tiempo, y todo ello, por ejemplo, un buen novelista, de manera consciente o no, lo sabe y lo utiliza para dar consistencia a los diversos momentos de un relato y a las voces y las pausas o silencios que son parte del mismo y al modo propio de existir y de ser que da vida a cada personaje. Lo saben también los actores, desde luego, y es parte de su interpretación de cada personaje, lo que les indica cómo y cuánto se mueve y cómo mira, habla y calla cada personaje. Cada fisonomía tiene, a su vez, un tiempo. Y este último podemos percibirlo en quienes nos rodean o en aquellos con los que nos cruzamos, conocidos o desconocidos. Como creemos en el tiempo del reloj, nada de esto podemos saber que lo sabemos aun cuando lo sepamos, pero eso no nos impide, necesariamente, saberlo, en ocasiones, de un modo inexplicado o escondido. A esta forma de saber que en parte es conocimiento y en parte es ignorancia la llamamos, por ejemplo, “presentir”, y en general no solemos darle crédito. Veo al señor X, que arrastra las zapatillas y me mira aviesamente, y “presiento” –porque no tengo argumentos objetivos para decir que lo sé– determinadas cosas sobre él, aun si la opinión de los que sí lo conocen desde hace tiempo contradiga lo que de él presiento. Veo a la señora Y, mujercita voluntariosa, egoísta, fría y calculadora, con pasitos breves y veloces que van siempre derecho a una meta tramada sin piedad, la rapidez de su sonrisa sin labios, rapidez de máscara, y “presiento”, nuevamente, mucho de ella, coincida a no con lo que de ella ven sus allegados. La percepción, aun cuando se perciba un mismo objeto, es muy distinta en unas personas y otras, y la del buen escritor, diría yo, más vale que se la guarde para él solo o, si quiere darle forma, que la lleve en todo caso a la ficción, porque si la comunica a los demás como lo que es, es decir, como una forma inexplicada u oscura de saber, pero, al fin, como alguna clase de saber sobre la realidad, solo conseguirá que estos le juzguen malpensado, o loco, o paranoico, y cosechará el enojo y el desagrado de todos, pero además a nadie le será útil, pues probablemente nadie le creerá. El tiempo real, el tiempo de la vida, es algo como movido toscamente a tracción por una suerte de lógica despiadada, que no respeta a nadie pero que les da a todos cuanto tienen, a la vez que los azota sin cesar con su constante pérdida. El tiempo del reloj, en cambio, es algo disponible para que uno lo utilice a su favor y con provecho, a menos que desee y decida darse el gusto de despilfarrarlo, pero, en cualquier caso, yo diría que nunca es tan terrible como el tiempo real. No obstante, ese, el del reloj, quiero decir, es el tiempo que nos somete y que presta su base a nuestra esclavitud, por ser homogéneo. La concepción metafísica del tiempo como tiempo objetivo o tiempo del reloj define así nuestro destino en un sentido cultural o histórico. Una hora del tiempo del reloj, como un kilo de papas o un metro de tela, es algo que, al no ser único e irremplazable, sino parte de un continuo, repito, con perdón por la insistencia, homogéneo, no solo no es algo invaluable sino que, por el contrario, es intercambiable con cualesquiera otros segmentos –otras horas– del continuo y, a partir de ahí, con otros “bienes”, en una equivalencia concebible para lo no invaluable, es decir, es algo susceptible de comercialización, de compra y de venta. Y como siempre habrá alguien a quien le falta plata y alguien a quien le sobre, terminaremos vendiendo nuestro tiempo real, el tiempo de la vida, por horas, como si vendiéramos papas por kilos o telas por metros, o sea, como tiempo de relojes, a cambio del dinero que nos falta. De ahí que terminemos por creer en los relojes, ya que es la base ontológica de la lógica oculta que sustenta nuestras relaciones contractuales asalariadas. Si yo dijera: “Sé que no entregué este archivo el día P sino el día Q, pero es que el tiempo del día P no lo podía dedicar a otra cosa que a aquella a la que lo dediqué, es decir, no podía venderlo como horas laborales, porque, por el motivo Z –porque escribí un poema, porque salvé una vida, porque me enamoré, porque conocí a Dios o por algo que no sé qué habrá sido, si se quiere, en suma– era un tiempo invaluable. Ni todo el dinero del mundo, ni todo el dinero de su empresa, ni todo el que tiene usted, habrían podido comprarlo, así que no podía convertirlo en un tiempo para trabajar”, mi contraparte o cliente no quedaría satisfecho, y yo lo entiendo, porque sé que el tiempo del reloj es lo que socialmente convenimos que nos gobernaría, y yo he violado esa norma al decirle que mi tiempo, sin importar cuán pobre sea yo y cuán rico sea él, por ejemplo, en caso de que lo seamos, está de hecho por encima de sus posibilidades y no lo puede comprar. No me quedaría sino reconocer que su indignación, de indignarse, es comprensible y hasta decirle que lo lamento o darle un par de palmaditas de compasión en la espalda. Pero tampoco me avergüenzo de no poder someter a esa ficción que, cierto es, tácitamente aceptamos, todo mi espíritu, porque no creo que sea ni natural ni posible que un alma humana quepa toda completa en un reloj. Además, el que no logra entrar completo en ese tiempo ya lo paga de sobra en el terreno de los bienes materiales, de modo que la vergüenza, creo yo, es prescindible; y, por otra parte, yo no tengo la culpa de ser así. Uno es constantemente arrastrado, como el Ángel de la historia de Klee, hacia lo desconocido, hacia el futuro, sin mediar su voluntad y sin control.



Angelus Novus - Paul Klee


El futuro, como objeto epistemológico, es imposible, porque solo se puede conocer lo que (ya) existe, así que también lo cognoscible, como lo existente, tiene un tiempo, y por ende uno se obstina a veces en mirar lo ya sido, que es lo que sí se puede conocer, y ahí buscarse y no perderse, en dar uno la espalda a ese abismo de lo ignoto mientras se lo lleva el huracán del tiempo, que sin cesar borra una y otra vez lo que busca y a veces atisba para perderlo de nuevo en la distancia sin poder fijar su rostro. Y el abismo del futuro al cual se precipita el Ángel de la historia es para nosotros, claro está, el de la muerte, así que el tiempo real, el de la vida, que por ser el de la vida es el tiempo de la muerte, tiene visto desde este ángulo cara y figura de monstruo, al modo de la brutal deidad filicida y caníbal del viejo y terrible panteón griego (cuya forma visible más exacta no se la dio, hasta donde yo creo, lo cual es muy curioso, un griego antiguo sino un aragonés del siglo XIX). Terror del monstruo Cronos que goza la demente saciedad de su ansia y de su hambre loca de tragar y destruir cuanto genera. Terror cronológico que dice lo vano e ilusorio del tiempo manejable, domesticado, homogéneo, que, por fantasmagoría, miden y a la vez producen los relojes. El tiempo como pánico arcaico y como trampa. Tiempo terrible que puede hacer que el infierno sea, para los condenados y para los moribundos (o sea, en última instancia, para todos los que somos mortales y para nuestra desgracia lo sabemos) un lugar situado en el tiempo (en el momento donde aparece en su saber su muerte con una fecha, exacta o aproximada, y no en el espacio y, por lo tanto (a partir de ese momento), ya ubicuo, y que, esto para todos en general, la muerte no sea un súbito y breve hecho forense (“N murió el día tal de tal de tal año a tal hora”) sino un proceso de comienzo impreciso y oscuro desarrollo. Ningún tiempo real, como ningún poema, como ninguna pieza de música, es un transcurso intercambiable con otro transcurso; no es un pedazo ni un kilo de un transcurso unánime, objetivo, que sería el que miden los relojes, porque ese es el menos objetivo de todos, por más que sea unánime, sino el de lo que uno y solamente uno vive y es y ya está siempre y para siempre dejando a la vez de ser. Puede tener el ritmo urgente, iluso, alegre del amor, el timbre feroz, grave, urgente y paciente del deseo, la luz invencible como un zarpazo de las carcajadas o de la sorpresa, los latidos sordos de la canción ardua y sensual de las postrimerías, los compases obcecados de una mente despiadada que entra en la muerte sin cerrar los ojos. Cronos es quien lo da todo, lo mejor y lo peor, dios paradójico pues lo propio de los dioses es lo eterno y no el tiempo, pero deidad necesaria pues solo el tiempo, y no la eternidad, a la que nada rasga y nada rompe y en la que nada brota (ni perece) se abre a la sorpresa y al milagro; mas cuanto el tiempo hace nacer y otorga, es él quien lo devora.

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